Siempre que las agendas lo permitieran, sería interesante y deseable que los directores -extranjeros o españoles- que ostentan cargos en España como responsables musicales en orquestas, auditorios o teatros intercambiaran sus podios y,de esta manera,todos pudiéramos disfrutar de las batutas del momento en lugares en los que estos artistas no acostumbran frecuentar y –además- con repertorios distintos a sus habituales o de los cuales interese al público conocer cómo sería su concepción. Innegable es que de esta forma se potenciaría el conocimiento y disfrute del importante HABER de directores de orquesta en España, así como conseguir que fluyan las comunicaciones o los proyectos conjuntos entre las entidades mencionadas.

   Lo que comentamos podría ejemplificarse en el caso de Óliver Díaz (1972), Director Artístico del Teatro de la Zarzuela. Asombra el hecho de que hasta ahora no haya sido debutante con la Orquesta de RTVE, dado que es uno de los directores españoles de las nuevas generaciones que ya posee una dilatada experiencia tanto en nuestro país como fuera de él. Centrado últimamente más en el repertorio de la ópera, la zarzuela y el oratorio, nos consta que –como gran músico que es- interesa mucho a los aficionados su concepción del gran repertorio sinfónico.

   Tchaikovsky(1840-1893) siempre se sintió insatisfecho con su quinta sinfonía: “Hay en ella algo falso, algo que repele y que el público no puede dejar de percibir». Obviamente, sus temores eran infundados. Nos lo habrían de demostrar más tarde los ballets La bella durmiente y Cascanueces, la ópera La dama de Picas o su Sinfonía “Patética”. Dado que Tchaikovsky plasma abiertamente sus emociones –y también sus inseguridades- en esta sinfonía, se puede decir que es una música muy directa y clara, que apunta de forma certera al corazón de los escuchantes.

   Desde el punto de vista de su concepción de la obra, en el plano sonoro Óliver Díaz expone una lectura que cuida las texturas musicales de los colores orquestales empleados por Tchaikovsky, que son siempre brillantes y definidos,resaltando los instrumentos agudos en concordancia con –según el compositor- su “veloz delicadeza”, y equilibrando esta tendencia con los sonidos oscuros de los instrumentos de metal. El diseño de las dinámicas y del rubato resultancontenidos, sin excesos ni extremos. Su interpretación, en global,se nos antoja introspectiva, un tanto intimista y en algunos pasajes, quizá, se tiende a coartar en exceso una pasión desatada mediante los apropiados filtros de racionalidad.

   En el primer movimiento, se percibe el cuidado de la sección de cuerdas de la ORTVE, contemporizando el maestro la ascensión al clímax y el momento en el que el movimiento vuelve a precipitarse a su sombrío carácter inicial. En el segundo movimiento, Díaz delinea los temas del corno, clarinete y oboe, retomando el tema del destino. Al final, impone un medido paroxismo en las cuerdas. El tercer movimiento, el del vals, se presenta de forma especialmente matizada y expresiva –con Óliver Díaz dirigiendo sin batuta- en contraste con su final, que también retoma el tema del destino.En esta quinta sinfonía, un Tchaikovskycon su genio ya maduro, compone una forma sonata mucho más asentada y consolidada. El último movimiento, cerrando el círculo, se trata como una marcha triunfal con toda la pomposidad y poderío, donde el destino se declara vencedor. Óliver Díaz resuelve esta encrucijada, desde el falso final, casi sin solución de continuidad, pero con claro efectismo en los metales,que suenan en su punto justo de intensidad para no sobrepasar el límite de lo excesivo. Sin duda, un final que no dejó indiferente al público de RTVE que llenaba el teatro.

   En la primera parte del concierto se interpretó la Sinfonía concertante de Miguel Franco, para violín y orquesta, una obra que refleja de manera muy descriptiva y fidedigna –casi cinematográfica- la Pasión de Cristo en el trance de su crucifixión, apoyada en referentes del compositor al admirar la imaginería de pasos de procesión del murciano Francisco Salzillo(1707-1783), como claro ejemplo de que cualquier arte inspira a otros. En cada uno de sus movimientos, el violín se emplea siempre en representación de la figura o acciones de Cristo. Miguel Borrego consigue desplegar todas esas distintas atmósferas que van de las partes más narrativas o expositivas -en la Oración del Huerto- a las de diálogo entre la Madre Dolorosa y su Hijo en las puertas de la muerte, explotando todas las posibilidades de su instrumento, con un final de la obra en virtuoso pianísimo que se va extinguiendo poco a poco, como la vida de Jesucristo.

   En el movimiento central, se abren distintos climas sonoros que incluyen solos de violín en los que prima la doble cuerda, perfectamente ejecutados. En los azotes, representados por el látigo de la percusión, y en la caída de Jesucristo, la orquesta toma mayor preponderancia dado que aparecen nuevos efectos para escenificar al pueblo y a los soldados romanos, así como las fanfarrias que anuncian la próxima crucifixión. Dichas fanfarrias fueron ejecutadas por un grupo de metales de la ORTVE desde el lado opuesto al escenario, detrás del público, lo que logró crear un magnífico ambiente sonoro con inmejorable perspectiva espacial. El maestro Óliver Díaz estuvo especialmente atento a las evoluciones del solista, dando como resultado una perfecta compenetración, y supo imprimir a la orquesta de todos los matices para poder balancear todas las secciones (sobre todo, percusión y metales) con el instrumento solista. Al finalizar la obra, Miguel Franco (1962) salió también a saludar, entre sus compañeros, disfrutando del éxito obtenido por su obra.